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miércoles, 5 de febrero de 2014

Santiago. Capítulo 1. La muerte tenía un precio

No se podía creer que hubiese que rellenar tantos papeles tras la muerte de alguien. Había desechado la idea de la donación de órganos y denegado la autorización de otro tipo de donaciones que no llegaba a comprender del todo. Sin embargo, su hermana lo había dejado muy claro en diversas ocasiones.

-Cuando me muera quiero desaparecer, es decir...quiero ser incinerada. Nada de donaciones raras a la ciencia, ni de nichos comunales familiares... !Vete tu a saber que hacen con tu cuerpo esos científicos locos!, ya experimentan con nosotros lo suficiente mientras vivimos como para dejarles que sigan manipulándonos después de muertos - aclaró su hermana en medio de una conversación acerca de las extrañas muertes ocurridas en el corto periodo de un mes - además, no sé por qué tanto escándalo, dijeron que había sido una epidemia o una intoxicación ¿no?. Pues se acabó el problema, que manía con buscar dónde no hay-.

Y ahora la extraña epidemia se la había llevado a ella también. Nadie sabía como se había originado, ni como se propagaba, ni siquiera quienes eran los más vulnerables. Las víctimas no seguían un patrón que se pudiera analizar. Lo único que era seguro es la rapidez, limpieza y, seguramente, el poco sufrimiento de las víctimas. En menos de 24 horas y sin previo aviso el palidecimiento de la piel avisaba del inminente encuentro con la muerte que llegaba, en la mayoría de los casos, con un progresivo aletargamiento que conducía a un sueño profundo.

Todo estaba ya en orden para la incineración de su hermana que esperaba blanca y fría como el mármol en aquella pequeña sala de hospital. Le habían dado la hora y la dirección del lugar al que tenía que acudir al día siguiente para recoger las cenizas, que ya había decidido arrojaría al mar.  

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